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La ignominia en la llamada «Catedral» del fútbol español
Aquellos que se adentran en el mundillo del fútbol en España pronto escuchan que el estadio San Mamés, propiedad del Athletic Club de Bilbao, es conocido como «La Catedral». Esa rancia denominación es una bastarda definición de un lugar donde se congrega una plaga de ratas aficionadas al fútbol. Tengo la sana intención de mantener la compostura en este artículo. No prometo mucho, no. Gracias a ellos, a aquellos que nos odian a muerte.
Por si no nos conocemos de antes, permítanme compartir algunos datos personales. Estudié en un colegio de los Franciscanos Menores Conventuales —incluso fui interno tres años en Palencia—; aprobé las oposiciones para ingresar en la Guardia Civil y me jubilaron por las secuelas de un atentado terrorista. Poco me falta por conocer en cuanto a sacrificios en esta vida. ¿Poco? Ah, sí, me gusta el fútbol: practicarlo en mis años de juventud, y verlo hasta la fecha.
En este hermoso país llamado España, se ha tenido siempre en alta estima a los aficionados que acuden al campo del Athletic Club de Bilbao. Ojo, no todos, yo mismo soy la excepción. Se vanaglorian allá arriba, en el norte, de ser unos entendidos en fútbol; de respetar al contrario, de aplaudir el buen juego del rival. ¡Modestia no les falta, no!
Recuerdo un chiste. Un tipo de Bilbao, llamado Antonio —Andoni en su «tatanka», claro—, sube a un monte junto a la ciudad. Allí se encuentra a su compañero Pachi —o «Patxi», no hablo ni escribo en tatanka, por supuesto—, que observa Bilbao desde la cima.
—¡Ahí va la hostia, Pachi! ¿Qué haces aquí arriba?
—¡¿Qué voy a hacer, Antonio?! Estoy viendo qué hace Bilbao sin mí.
Pues en fútbol, igual. En la catedral, José Ángel Iribar, aquel portero inmenso al que apodaban «el Chopo», siendo un servidor un zagal, nos parecía un gigante bajo palos. Años después, ese fulano confesó haber militado en ETA. ¡En ETA! Ese grupo terrorista que ha asesinado a más de 850 personas; esa banda de asesinos que aún no ha hecho lo necesario para esclarecer cerca de 400 asesinatos; esos bastardos que se niegan a reconocer el daño causado, a cumplir sus condenas, a pagar las «Obligaciones voluntarias» que les fueron impuestas judicialmente; a pedir y obtener perdón de sus víctimas, familiares y amigos de los asesinados. ¿Y a ese lo admirábamos cuando defendía la camiseta de la selección española? A ése, hasta que supe la verdad.
¿Recuerdan «Presoak Euskal Herrira», «JO–TA–KE»? Durante años, las gradas de San Mamés, alias «la catedral» —el viejo y el nuevo estadio—, se llenaban de pancartas de etarras pidiendo el fin de la dispersión de los asesinos de ETA, esos que cumplían condena —sin cumplirla íntegramente, claro— lejos de su «amada tierra», mientras sus víctimas no pudieron elegir dónde, cómo ni por qué vivir o morir. Sí, también berreaban para que ETA continuara en la lucha: «dale duro hasta vencer».
Años de terror, asesinatos, secuestros y extorsiones, tanto a españoles de otras provincias como a sus propios vecinos, los de allí, los de veinte apellidos vascos. Uno de los picos de esa barbarie fue en 1980. La década se conoció como «los años de plomo». Ese año, ETA asesinó a 123 personas. Sesgaron el futuro de 123 seres humanos, arruinaron la vida de sus familias, sin importarles los «Derechos Humanos» que ahora esgrimen los mismos que apoyan a esos criminales.
Ese mismo año, Martín Zabaleta subió al Everest. Allí ondeó la maldita ikurriña con el anagrama de ETA bien visible: un hacha abrazada por una serpiente. Hoy, nos dicen que fue «el primer vasco en coronar la montaña más alta del mundo». Este individuo, nacido en las provincias vascongadas, llegó allí con un pasaporte español, porque era —y es— ciudadano español. Detalle importante. Si hubiera tenido un accidente, ¿habría llamado a la embajada de una inexistente república vasca? Pues eso.
El sábado 19 de octubre de 2024, se celebró un partido en San Mamés entre el Athletic Club de Bilbao y el Real Club Deportivo Español de Barcelona. El primero homenajeó a Martín; el segundo se tragó el homenaje como una… dejémoslo ahí. Nunca, en toda la historia del club rojiblanco, han homenajeado a las víctimas del terrorismo. Ni un solo minuto de silencio tras un atentado, secuestro o extorsión. ¡Ni siquiera cuando asesinaron a niños! ¿Se puede ser más vil? Se puede.
La Liga de Fútbol Profesional, un negociete de cuatro listillos, tragó la afrenta del club bilbaíno contra los españoles y las víctimas del terrorismo. La Federación Española de Fútbol, otro club de vividores, ha engullido cada uno de los homenajes a ETA y sus asesinos. ¿Un club señor? ¿Una afición de postín? ¿Unos entendidos en fútbol? No, hombre, no. Son una cuadrilla de cobardes bajo la sombra de ETA. Así ha sido siempre, no es de ahora. Su «catedral» no es más que un recinto de ignominia. Menos mal que no tiraron un mechero al portero contrario, porque les habrían cerrado el campo por un partido… o medio.
¿Recuerdan el chiste de antes? Estoy seguro de que Martín no fue el primero en subir al Everest. Con lo cobardes que son, seguro que empujó a diez antes que él para quedarse con los méritos y presumir de «matxote» –machote en tatanka, naturalmente–.
¡Váyanse a la mierda!
Publiqué un libro titulado «Obligaciones voluntarias«. Anticipo: los etarras y sus herederos en política pierden su objeto más preciado. Además, añado un relato de un hecho real.